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Y la luz brilla en las tinieblas

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Dr. Enrique Sánchez Costa

 

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Una catástrofe –quizá nuclear– ha sumido el planeta en un invierno perpetuo. La tierra aparece desnuda, despojada de vida, torturada. Los mares están huérfanos de peces. Los cielos son un muro impenetrable de polvo y ceniza. “De día el sol proscrito circunda la tierra cual madre afligida con una lámpara”. De noche el frío persigue a los humanos que sobreviven. La tragedia no ha despertado en los supervivientes los mejores ángeles de la naturaleza. Al contrario: ha abierto las compuertas del instinto más salvaje. Impera el homo homini lupus. Los humanos se agrupan como manadas de lobos, para abatir y devorar –literalmente– a los demás.

Así imagina el postapocalipsis el estadounidense Cormac McCarthy, en su novela distópica La carretera (2006). Una tierra calcinada, en la que se arrastran derrotados y forajidos, como en un western visceral. Encontramos allí a un padre y un hijo, que resiguen una carreta hacia el sur, huyendo del frío y el hambre. Nunca sabremos su nombre. Se nos cuenta, eso sí, que los amigos del niño han muerto y que la madre, perdida toda esperanza (“esto es una película de terror y nosotros somos muertos andantes”), se ha suicidado con una hojuela de obsidiana. El padre está famélico, aterido de miedo, desfallecido. Pero encuentra en el hijo su misión, su estrella, su esperanza. “El chico era lo único que había entre él y la muerte”. “Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: ‘Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca’”.

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McCarthy escribe en una prosa depurada, que prescinde de nombres propios, es parca en imágenes e, incluso, en signos de puntuación. Los diálogos son brevísimos. Ni en su prosa ni en su mundo devastado hay lugar para expansiones celebratorias. Debe aprovecharse cada palabra, cada lata de comida, cada retazo de ropa. El padre y el hijo siguen adelante, “pisando por aquel mundo muerto como ratas en una rueda”. El hijo, en varios momentos, confiesa al padre su deseo de morir: que acabe la pesadilla. El padre le abraza y consuela una y otra vez: “Abrazó al chico contra su pecho, helado hasta los huesos. No te desanimes, dijo. Saldremos de esta”.

El padre contempla al hijo como un “cáliz de oro, bueno para albergar un dios”, “resplandeciendo en aquel páramo como un tabernáculo”. A pesar del dolor y la violencia sufridas, el chico nunca renuncia a su humanidad. Como el filántropo Prometeo –el portador del fuego– el hijo afirma: “Nosotros llevamos el fuego”. El padre, agonizante, le anima a seguir solo, a llevar el fuego de bondad que anida en su interior. El cuerpo del padre se desmorona. Pero ha amado y protegido hasta el final, por la carretera de la vida, al hijo: el ideal sagrado. Tres días después, con resonancias evangélicas, otro padre de familia encuentra y adopta al hijo solitario. Renace la esperanza. “La bondad encontrará al niño. Así ha sido siempre y así volverá a ser”.

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