En Cuba, según Cristóbal Colón, había sirenas con caras de hombre y plumas de gallo.

En la Guayana, según sir Walter Raleigh, había gente con los ojos en los hombros y la boca en el pecho.

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En Venezuela, según fray Pedro Simón, había indios de orejas tan grandes que las arrastraban por los suelos.

En el río Amazonas, según Cristóbal de Acuña, había nativos que tenían los pies al revés, con los talones adelante y los dedos atrás.

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Según Pedro Martín de Anglería, que escribió la primera historia de América pero nunca estuvo allí, en el Nuevo Mundo había hombres y mujeres con rabos tan largos que sólo podían sentarse en asientos con agujeros.

Americanos

Cuenta la historia oficial que Vasco Núñez de Balboa fue el primer hombre que vio, desde una  cumbre de Panamá, los dos océanos. Los que allí vivían, ¿eran ciegos?

¿Quiénes pusieron sus primeros nombres al maíz y a la papa y al tomate y al chocolate y a las montañas y a los ríos de América? ¿Hernán Cortés, Francisco Pizarro? Los que allí vivían, ¿eran mudos?

Lo escucharon los peregrinos del Mayflower: Dios decía que América era la Tierra Prometida. Los que allí vivían, ¿eran sordos?

Después, los nietos de aquellos peregrinos del norte se apoderaron del nombre y de todo lo demás. Ahora, americanos son ellos. Los que vivimos en las otras Américas, ¿qué somos?

Caras y caretas

En vísperas del asalto de cada aldea, el Requerimiento de Obediencia explicaba a los indios que Dios había venido al mundo y que había dejado en su lugar a san Pedro y que san Pedro tenía por sucesor al Santo Padre y que el Santo Padre había hecho merced a la Reina de Castilla de toda esta tierra y que por eso debían irse de aquí o pagar tributo en oro y que en caso de negativa o demora se les haría la guerra y ellos serían convertidos en esclavos y también sus mujeres y sus hijos.

Este Requerimiento se leía en el monte, en plena noche, en lengua castellana y sin intérprete, en presencia del notario y de ningún indio.

Fundación de la guerra bacteriológica

Mortífero fue, para América, el abrazo de Europa. Murieron nueve de cada diez nativos.

Los guerreros más chiquitos fueron los más feroces. Los virus y las bacterias venían, como los conquistadores, desde otras tierras, otras aguas, otros aires; y los indios no tenían defensas contra ese ejército que avanzaba, invisible, tras las tropas.

Los numerosos pobladores de las islas del Caribe desaparecieron de este mundo, sin dejar ni la memoria de sus nombres, y las pestes mataron a muchos más que los muchos muertos por esclavitud o suicidio.

La viruela mató al rey azteca Cuitláhuac y al rey inca Huayna Cápac, y en la ciudad de México fueron tantas sus víctimas que, para cubrirlas, hubo que voltearles las casas encima.

El primer gobernador de Massachusetts, John Winthrop, decía que la viruela había sido enviada por Dios para limpiar el terreno a sus elegidos. Los indios se habían equivocado de domicilio. Los colonos del norte ayudaron al Altísimo regalando a los indios, en más de una ocasión, mantas infectadas de viruela:

Para extirpar esa raza execrable —explicó, en 1763, el comandante sir Jeffrey Amherst.

En otros mapas, la misma historia.

Casi tres siglos después del desembarco de Colón en América, el capitán James Cook navegó los misteriosos mares del sur del oriente, clavó la bandera británica en Australia y Nueva Zelanda, y abrió paso a la conquista de las infinitas islas de la Oceanía.

Por su color blanco, los nativos creyeron que esos navegantes eran muertos regresados al mundo de los vivos. Y por sus actos, supieron que volvían para vengarse.

Y se repitió la historia.

Como en América, los recién llegados se apoderaron de los campos fértiles y de las fuentes de agua y echaron al desierto a quienes allí vivían.

Y los sometieron al trabajo forzado, como en América, y les prohibieron la memoria y las costumbres.

Como en América, los misioneros cristianos pulverizaron o quemaron las efigies paganas de piedra o madera. Unas pocas se salvaron y fueron enviadas a Europa, previa amputación de los penes para dar testimonio de la guerra contra la idolatría. El dios Rao que ahora se exhibe en el Louvre, llegó a París con una etiqueta que lo definía así: ídolo de la impureza, del vicio y de la pasión desvergonzada.

Como en América, pocos nativos sobrevivieron. Los que no cayeron por extenuación o bala, fueron aniquilados por pestes desconocidas, contra las cuales no tenían defensas.

«Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: ‘Cierren los ojos y recen’. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia.» E.G.

I. El delito de ser

Hacía cuatro años que Cristóbal Colón habla pisado por vez primera las playas de América, cuando su hermano Bartolomé inauguró el quemadero de Haití. Seis indios, condenados por sacrilegio, ardieron en la pira. Los indios habían cometido sacrilegio porque habían enterrado unas estampitas de Jesucristo y la Virgen. Pero ellos las habían enterrado para que estos nuevos dioses hicieran más fecunda la siembra del maíz, y no tenían la menor idea de culpa por tan mortal agravio.

¿Descubrimiento o encubrimiento?

Ya se ha dicho que en 1492 América fue invadida y no descubierta, porque previamente la habían descubierto, muchos miles de años antes, los indios que la habitaban. Pero también se podría decir que América no fue descubierta en 1492 porque quienes la invadieron no supieron, o no pudieron, verla.

Sí la vio Gonzalo Guerrero, el conquistador conquistado, y por haberla visto murió de muerte matada. Sí la vieron algunos profetas, como Bartolomé de Las Casas, Vasco de Quiroga o Bernardino de Sahagún, y por haberle visto la amaron y fueron condenados a la soledad. Pero no vieron América los guerreros y los frailes, los notarios y los mercaderes que vinieron en busca de veloz fortuna y que impusieron su religión y su cultura como verdades únicas y obligatorias. El cristianismo, nacido entre los oprimidos de un imperio, se había vuelto instrumento de opresión en manos de otro imperio que entraba en la historia a paso avasallante. No había, no podía haber, otras religiones, sino supersticiones e idolatrías; toda otra cultura era mera ignorancia. Dios y el Hombre habitaban Europa; en el Nuevo Mundo moraban los demonios y los monos. El Día de la Raza inauguró un ciclo de racismo que América padece todavía. Muchos son, todavía, los que ignoran que allá por 1537 el Papa decretó que los indios estaban dotados de alma y razón.

Ninguna empresa imperial, ni las de antes ni las de ahora, descubre. La aventura de la usurpación y el despojo no descubre: encubre. No revela: esconde. Para realizarse necesita coartadas ideológicas que conviertan la arbitrariedad en derecho.

En un trabajo reciente, Miguel Rojas-Mix advertía que Atahualpa fue condenado por Pizarro porque era culpable de delito de ser otro o, lisa y llanamente, culpable de ser. La voracidad de oro y plata requería una máscara que la ocultara; y así Atahualpa resultó acusado de idolatría, poligamia e incesto, lo que equivalía a condenarlo por practicar una cultura diferente.

De igual a igual

La conquista española reprodujo, en América, lo que en España había ocurrido y seguía ocurriendo en aquellos años. En 1562, fray Diego de Landa quemó los códices mayas en una gigantesca hoguera en Yucatán. En 1499, en Granada habían ardido hasta las cenizas los libros islámicos que el arzobispo Cisneros había arrojado a las llamas. La España que conquistó América no era el resultado de la suma de sus partes, sino que estaba sufriendo la más feroz amputación de toda su historia: la España católica se imponía como España única, aniquilando a sangre y fuego a la España musulmana y a la España judía. La intolerancia y el latifundio, la Inquisición y las mercedes de tierras, sellaban la frustración de la España múltiple y abierta a los vientos del progreso -la que pudo haber sido y no fue.

A la cristianización compulsiva siguió, tiempo después, a partir de la dinastía de los Borbones, la castellanización compulsiva. El centralismo castellano, negador de la pluralidad nacional y cultural de España, llegó al paroxismo bajo la dictadura de Franco.

Ahora, tras siglos de represión, España se está descubriendo, se está redescubriendo a sí misma. Con nuevos ojos, en el despertar de la democracia, España empieza a verse en su propia densidad; y empieza a reconocer, en ella, su identidad verdadera. Es una identidad de contradicciones, porque está viva, y contradictoriamente se manifiesta. Nación de naciones, múltiple de pueblos y de ideas, de culturas y de lenguas, España despliega la fecunda pluralidad que la hace singular. En este proceso, proceso difícil, amenazador y amenazado, castellanos, catalanes, andaluces, vascos y gallegos reivindican y reconocen sus perfiles propios en el espacio común.

Al verse, España puede vernos. De igual a igual. No desde abajo, como algunos españoles miran todavía al resto de Europa y a los Estados Unidos. Ni desde arriba, como algunos españoles miran todavía a los países latinoamericanos y a las demás regiones despectivamente llamadas «tercermundistas’. Vistos desde abajo, todos parecen gigantes. Vistos desde arriba, todos parecen enanos.

De igual a igual, que es la manera de descubrir.