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Un mundo feliz: La distopía hedonista de Huxley

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Dr. Enrique Sánchez Costa

Desde La República de Platón, han sido muchos los intelectuales seducidos por el sueño utópico. El humanismo del Renacimiento fraguó las utopías de Tomás Moro, Campanella o Bacon. El socialismo humanitario, las de Fourier o Saint-Simon. Pero ¿era posible seguir soñando armonías sociales tras la carnicería de la Primera Guerra Mundial? ¿Acaso el siglo del Holocausto y el Gulag no prueba que los paraísos ideológicos desembocan siempre en infiernos totalitarios? De ahí que el siglo XX sea, en la literatura como en la vida, el siglo de las distopías; el de las utopías invertidas, perversas: el de los sueños rotos.

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Un mundo feliz (1932), del británico Aldous Huxley, es la primera gran distopía del siglo XX. Esta “ficción filosófica”, en términos del autor, es una obra de pensamiento hilvanada como ficción: un ensayo disfrazado de novela. En el plano del arte narrativo, el libro resulta desigual: los personajes tardan en adquirir vida propia y aparecen opacados por el ambiente que los rodea. Ahora bien, como obra de ensayo, se encuentra entre las más lúcidas de la literatura contemporánea. Ninguna obra anticipó nuestra realidad social con la clarividencia de esta. Así lo explicó Huxley en 1958: “En 1984 [de Orwell] se satisface el ansia de poder infligiendo daño; en Un mundo feliz, infligiendo un placer apenas menos humillante. […] En el futuro inmediato, los métodos punitivos de 1984 cederán el sitio a los estímulos y manipulaciones de Un mundo feliz”.

En la distopía de Huxley el Estado diseña a la población genéticamente, dividiéndola en castas según su tamaño, belleza e inteligencia, y condicionándola –al modo de Pávlov– para “que la gente ame su inevitable destino social”. Se martillean lemas simples a la población, de día y de noche (“hipnopedia”). Se desprecia el pasado, se prohíben la literatura y las flores, consideradas inútiles. Se oculta la muerte, a la que se despoja de toda trascendencia. Y se subyuga a la población a través del placer: perfumes, máquinas de masajes, polvos de talco, música sintética, medios audiovisuales estimulantes (el “sensorama”) y juegos sexuales. Se abole la familia (por generar emociones profundas, dependencia y sufrimiento) y se entroniza la promiscuidad (“todo el mundo pertenece a todo el mundo”): el sexo sin amor, belleza ni compromiso. Y, para ahuyentar el vacío interior, se administra a la población, continuamente, el “soma”: una droga “eufórica, narcótica, agradablemente alucinante”, que ofrece “unas vacaciones de la realidad”.

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S. Eliot escribió: “El ser humano no puede soportar mucha realidad”. Es demasiado dura, demasiado desafiante. De ahí que busque el escapismo de la diversión, que le libera de pensar en el sufrimiento, la soledad o la muerte. En la Roma antigua el pueblo amaba el pan y circo. En la distopía hedonista de Huxley, el placer sexual, el sensorama y el soma. Hoy muchos son esclavos de Netflix, la pornografía o las descargas de dopamina que producen los mensajes continuos en el celular. ¿Qué es preferible: la felicidad epidérmica de una vida irreal o el riesgo dramático de la libertad?

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